viernes, 29 de septiembre de 2017

TODAS LAS LUCES DEL ATARDECER

Cuando a mi padre, antiguo funcionario del Protectorado marroquí, lo trasladaron a España, tuvimos que dejar Larache, donde había vivido durante aquellos primeros años de mi vida. Por eso, anegada de lágrimas, una tarde me despedí de Ridwan, con quien había compartido durante aquel tiempo paseos, emociones y descubrimientos junto al Atlántico; hasta que, al final, también acabamos compartiendo los besos, la misma tarde en que un retratista callejero nos hizo una fotografía, en el paseo marítimo, antes de alejarnos por la playa hacia donde crecían las dunas, la soledad y la intimidad. Fueron unos besos miedosos, al principio, estremecidos, mientras aprendíamos a indagar en los misterios de la piel y sus gozos. Besos salobres, con los labios impregnados por las brisas del océano, adentrándonos en el gusto crecido de las caricias, con la codicia de unas manos adolescentes, temblorosas y enfebrecidas.

Yo acababa de cumplir los dieciséis años, pero siempre he tenido la sensación de que fue en aquella playa del Atlántico donde se conformó para mí el molde del deseo, la horma de la pasión. Después he conocido a otros hombres cuyo recuerdo al final se ha diluido con el paso del tiempo y las cenizas del desamor, pero siempre he conservado la memoria inalterada de aquellos labios y de aquella piel salobre palpitando junto a la mía.
La tarde en que nos vimos por última vez, le di una copia de la fotografía que nos hicieron en el paseo marítimo. En ella, posábamos con un cielo púrpura como telón de fondo. Yo estaba muy seria, mirando hacia el océano. Y él observaba el horizonte, donde se juntaban el cielo y el agua, con sus ojos encendidos con todas las luces del atardecer.
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Tardé treinta años en volver a Larache. Y lo hice con la emoción de quien vuelve a su tierra después de un prolongado exilio, con la ilusión, y el miedo, de un posible reencuentro con quien persistía en mi memoria y en mis sueños desde los lejanos albores de la juventud junto al Atlántico. Regresé para participar en una actividad intercultural con alumnos de bachillerato españoles y marroquíes. Allí teníamos que hablar de las geografías de la imaginación, de las ciudades soñadas, de los lugares que brotan de las fantasías. Y, al final, una chica de Larache levantó la mano y nos dijo que ella nos quería contar cómo era su ciudad imaginada, aunque real, nos advirtió, cada vez más poblada. «Está en el fondo del mar, en El Estrecho de Gibraltar. Es una ciudad, roja y verde, de corales y algas. Mi padre vive en ella, con muchos más».
Luego nos contó que su padre, cuando enviudó, la dejó con su abuela y él decidió atravesar El Estrecho, junto a otros, para trabajar en una ciudad española donde, según le confesó, emocionado, vivía una amiga de la adolescencia, con quien soñaba un posible reencuentro. Por eso llevaba su fotografía, que hallaron flotando sobre las aguas con otros papeles envueltos en una bolsa de plástico, junto a los documentos y los retratos de los otros desaparecidos también guardados en bolsas para que no se mojaran, y que el fragor del naufragio y el ahogamiento los sacó de los bolsillos, o quizás ellos mismos acabarían soltándolos de sus manos, aferradas hasta el final a las más preciadas de sus pertenencias, porque sabían que allí estaba todo lo que serían en el país al que querían llegar: su identidad y su memoria.
Después de sus palabras, durante unos segundos sólo hubo silencio, y luego sonaron los aplausos. Yo me dirigí a ella, y le pregunté por aquella fotografía de la que nos había hablado. Sacó entonces de su carpeta un retrato amarillo. A pesar del plástico que lo envolvía, tenía las huellas, ya indelebles, de haberse mojado cuando cayó al mar. En ella se veía una pareja de adolescentes, con el cielo púrpura como telón de fondo. Ella, muy seria, mirando hacia el océano. Y él observando el horizonte de cielo y agua, con sus ojos encendidos por todas las luces del atardecer.
Francisco de Paz Tante

(Relato extraído de las historias que se cuentan en mi novela “Los versos de Arabí”) 

1 comentario:

  1. ¡Cabronazo! (No es un insulto. Es el peor halago que me permite mi envidiosa vocación de contador de historias).

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