sábado, 2 de septiembre de 2017

LOS BRILLOS DE UNA RISA MUDA



Corría aquella tarde una brisa tibia que traía adheridas fragancias de la montaña y transparencias de cristal. Al norte, la sierra de Guadarrama brillaba nítida, y bajo los árboles caía una lluvia amarilla que cubría las aceras de aquella urbanización con el oro viejo del otoño.
Y según pisaba las hojas muertas, me acordaba de África, y de Oumar, que vivió en la calle hasta que lo internamos en nuestro centro, creado para aliviar el sufrimiento de los huérfanos, abandonados a la intemperie, víctimas de la guerra y la hambruna, incesantes. Oumar tenía los ojos grandes, muy negros y grandes, con los que reía, sin el ruido de la risa. A veces yo le contaba historias graciosas, inverosímiles, de monos chillones y gacelas locas, y él entonces agrandaba la mirada con los brillos de una risa muda.
Pero aquella tarde tibia de otoño en que iba pisando las hojas muertas de una lujosa urbanización de Madrid, a quien iba a visitar era a Bill, el hijo del más alto ejecutivo de una multinacional norteamericana asentada en España. Supe de su existencia en un hospital privado, exclusivo, de una ciudad africana, donde me informé de su estancia durante varios días en ese centro. Y ahora necesitaba verlo.
            Ya había hablado con su padre por teléfono. Le dije que era un médico del hospital donde habían operado a su hijo y quería saber cómo estaba. Y ahora, según me acercaba a aquella lujosa casa, ya sólo pensaba en Oumar. Y sentía, de nuevo, la misma punzada de dolor y rabia que aquel día en que lo dejé en el hacinado hospital de la ciudad donde vivíamos, para que le hicieran unas pruebas, y ya no volví a verlo. Luego me contó un portero que fueron dos hombres, que dijeron ser doctores, quienes se lo llevaron en un coche para hacerle en otro sitio las pruebas médicas que precisaba. Nadie me dio más explicaciones sobre su desaparición.
        Estuve buscando durante varios días las huellas de aquel secuestro, y al final conseguí que un jefe de la policía me hablara de un aeropuerto clandestino, de viajes nocturnos y de la ciudad donde se ubicaba un hospital de lujo, muy caro, exclusivo para pacientes de mucha riqueza e influencia. Con la ayuda de mi organización médica, conseguí acceder a sus archivos. Allí estaban los datos de Bill, el niño norteamericano de doce años, residente en España, a quien habían sometido a una operación de trasplante al día siguiente de la desaparición de Oumar. Era a él, a quien iba a conocer en una urbanización del norte de Madrid, en la mansión que ocupaba su familia.
Me abrió la puerta el padre, y, según andábamos por el jardín, me habló del problema cardíaco con el que había nacido Bill, de su agravamiento, y de que hubiera muerto si no hubieran encontrado, de forma inmediata, un corazón que sustituyera al suyo enfermo. Por eso, con su influencia y mucho dinero, decidió contratar los servicios de una organización internacional con sedes en distintas ciudades de África y Asia. «Enseguida me llamaron para decirme que tenían un donante. Era un niño de su misma edad, que había sufrido un accidente y una muerte cerebral», me explicaron. «Él ahora está muy bien. Lleva una vida normal. Aunque ya no ríe como antes.»
Se acercó entonces a nosotros un muchacho. Tenía los ojos repletos de luz. Iniciamos una breve conversación sobre su estado de salud, y, al sonreír, percibí en su mirada los brillos de una risa muda, como brotada del interior, del corazón.  
Enseguida me disculpé, y les dije que tenía prisa. Luego, anegado de lágrimas y de rabia, me dirigí hacia la salida, a pisar de nuevo las hojas muertas del otoño.
Francisco de Paz Tante


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