viernes, 25 de agosto de 2017

PROBARÁS EL VINO EN MIS LABIOS


Aquella tarde, cobijados en la cueva donde fermentaban el silencio y las uvas, probé, al fin, el aliento embriagador de su vino y sus besos.

Aprovechamos las primeras oscuridades para encontrarnos en la penumbra subterránea de las antorchas, en aquel refugio donde guardaban las uvas que fermentaban a escondidas. Fuera el cielo ya estaba crecido y la luna lo desteñía con jirones de plata. 

Me había mandado mi rey musulmán un mes antes, a comprobar que aquellas viñas de los cristianos eran sólo para uvas pasas y mosto, y no para hacer el vino que prohíben los preceptos del Islam. Pero me encontré con ella, con la hija del dueño, quien se encargaba de su cuidado y producción. Y cuando me acostumbré a la compañía de aquellos ojos de cielo abierto y a la proximidad de sus labios encendidos de bermellón y crepúsculos, no hubo lealtades, ni leyes, ni preceptos que pudieran evitar la pasión que brotó en mí con la misma fuerza con que surge la vida en los oasis ardientes de soles y ríos, como crecen las granadas cada otoño y se preñan del jugo dulce de sus perlas carmesíes. Y cada vez que hablaba con ella, para interrogarla sobre aquellas actividades clandestinas, y que me dijera dónde escondían el vino, me daba cuenta de que sus ojos azulísimos se llenaban de relumbres y humedades, mostrándome así todo el amor que también crecía en su pecho y le rebosaba por sus pupilas de cielo y agua. Por eso olvidé el mandato de mi rey, y dejé que la dulzura de aquella pasión prohibida, como una niebla tibia y embriagadora, me penetrara hasta los abismos del alma. 
En los atardeceres recorríamos las viñas doradas, ya vendimiadas y cubiertas durante aquellos días por los brillos ocres del otoño, mientras trataba de convencerla sobre las ventajas de degustar sólo las uvas y las pasas, la dulzura del mosto sin fermentar, y de que era innecesario ir contra las leyes divinas. Pero ella me miraba y alargaba su sonrisa ancha, mientras me explicaba que en el vino se concentran las esencias y los aromas de la tierra, las fragancias que en el aire dejan los días de sol y las noches alumbradas con plenilunios, los olores y sabores de las lluvias y las brisas que penetran o lamen los campos con el ritmo de los astros y de las estaciones. «El vino riega la vida, la entibia y humedece, para que crezca hacia los demás generosa y feraz», me decía ella, mientras recorríamos aquellas tierras donde, en el horizonte, algunas tardes sus cielos adquieren el mismo color que el de las viñas cuando se tiñen de otoño. 
«Algún día probarás el vino en mis labios», me dijo una tarde, cuando los dos ya sabíamos que acabaríamos saciándonos de vino y besos. Como hicimos aquella noche, en el refugio de la penumbra donde fermentaban el silencio y el mosto.
Sabíamos que quizás sólo fuera esa noche la que nos permitiría el destino para probar el sabor de los labios mojados de vino. Su propio padre me había acusado ante el rey de comportamiento desleal. Por eso me capturaron ese mismo amanecer, cuando salíamos de nuestro refugio con el recuerdo de los besos recientes, ya inoculado para siempre en los hondones de la memoria.
Y ahora, en la penumbra de la prisión, cuando ya intuyo el final del crepúsculo, sólo quiero evocar aquella turgencia pasional que nos estalló en el alma y en la piel. Era la fuerza telúrica del sexo con amor; el imán incesante de sus ojos claros, la hondura húmeda de su intimidad, en la que durante aquella noche me adentré como en las profundidades de un océano abisal; el vuelo de sus manos por mi desnudez, de sus labios en los que me sacié de vino y besos. 
Francisco de Paz Tante

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