viernes, 7 de julio de 2017

EN LA NOCHE CRECIDA



Insomne, se levanta, se asoma a la ventana y percibe el aroma a noche crecida de un viernes de julio, en el que evoca fragancias húmedas de saliva y besos, de deseo derramado. 

Y ahora, en la memoria de otras noches de verano, recupera los rumores de las caricias nuevas, en rincones oscuros de un parque, donde sólo se oían susurros de manos trémulas y de labios aún torpes, peces ciegos en la piel abisal, estremecida. 

Palpitan, de pronto, cicatrices de heridas viejas, muescas de la juventud ida, algunos zarpazos en el alma durante aquellas noches al arrimo de las simas negras en las que tantos cayeron, en plena juventud: jinetes intrépidos de jacas blancas, ingenuos, desbocados, al final atrapados en la telaraña de los excesos y los síndromes mortales. 
Asomado a la noche crecida, percibe también el soplo frío de soledades insomnes, en las que se oyen rumores, incesantes, de la radio, las únicas voces ajenas, escuchadas en la nívea inmensidad de las sábanas, con esa mirada marchita que, al final, siempre dejan las ilusiones gastadas, los anhelos caducados, los sueños ya siempre pendientes. 
Ve luces grandes, intensas, y otras, palpitantes, más pequeñas, como los fueguitos de los que habla Eduardo Galeano, que alumbran las vidas todavía despiertas en la noche crecida, y espantan las sombras al acecho, y reverberan, como soles chiquitos, en las miradas que encienden las pasiones y los sueños aún vigentes. 
Luego vuelve a la cama, otra vez, junto a ella, y la abraza, estremecido. No necesita ahora sentir el calor de sus manos, ni el brillo de sus ojos abiertos en la penumbra, ni la brisa del aliento que aviva la urgencia del deseo. Ahora sólo pretende que la penetre su abrazo, mientras se duerme en ella, bajo la noche crecida que palpita fuera, detrás de la ventana, y en la memoria, incesante. 
Francisco de Paz Tante

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