sábado, 16 de diciembre de 2017

LA BREVE ETERNIDAD DE UN BESO ESTREMECIDO

Cuando la vi en el periódico, sentí enseguida esa necesidad que en tantas ocasiones me empuja a escribir, a narrar un estremecimiento, un zarpazo emocional, algo que me conmueva. Es el retrato de un abrazo, de un beso. Un hombre y una mujer unen sus labios, se entrelazan con sus brazos, con sus manos muy abiertas, para que abarquen más pasión, más piel deseada. Dos cuerpos unidos en un abrazo, dos seres entregados al afán del deseo palpitante en los labios, en ese hálito que, más allá de la piel, a veces brota del alma y nos muestra en plenitud el gusto del amor compartido.
Enseguida también me di cuenta de que solo había una sombra, como si ya estuvieran fundidos en aquella extensión oscura que había crecido en el suelo. Dos amantes, rebosantes de pasión, y una sola sombra. Una metáfora del amor, pensé entonces. Porque quizás ese sea el afán último de los amantes, el deseo de adentrarse en los labios, en la piel, y quedar invadidos, penetrados, para que el sol derramado los proyecte sin periferias ni fronteras entre ellos.  

O quizás la metáfora fuera de la muerte. Porque los amantes son Bonnie and Clyde, retratados poco antes de que murieran, juntos, en el coche, mientras persistían en su escapada hacia ningún sitio, quizás con un abrazo final que buscara una imposible protección para las balas que los acribillaron. Tal vez por eso la sombra única auguraba su inminente destino, antes de que su leyenda se hiciera eterna. Aunque yo prefiero pensar que fue ese momento que atrapa la fotografía el que los introdujo en la eternidad, en la breve eternidad que sólo otorga un beso estremecido. 
Francisco de Paz Tante

viernes, 10 de noviembre de 2017

EL ABRAZO QUE HABITÁBAMOS

A veces la vida entera se tiñe de otoño, y huele a temblor de hojarasca, a acacia desnudada por una brisa triste, a nostalgias marchitas con texturas de retrato viejo, a soledad amarilla, a ti. Y recuerdo entonces aquel día de noviembre en que nos adentramos en la alameda, y allí, como en los versos de Neruda, mientras en tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo, sobre el oro viejo de las hojas caídas nos amamos con la cadencia del atardecer, mientras la noche crecía, el horizonte se borraba y los límites del mundo se quedaban reducidos a los territorios que exploraban los labios, con la única luz que encendía el placer en las miradas abiertas, recorridos por las brisas excitadas del aliento, de los besos estremecidos que entonces aprendíamos a darnos.
Luego, el devenir de la vida, el desgaste de los años, nos irían entibiando las llamas de aquel entusiasmo inicial, aunque siempre mantuvimos encendidas las brasas que tantas veces reavivábamos con soplos de renacida pasión, más sosegados que los de nuestra juventud enfebrecida, pero también más certeros y sabios en los gozos del amor. 
Bajo aquella primera lluvia otoñal, que ahora rememoro, no podíamos imaginar que después de tantos años, aunque remitiera la fiebre de la piel, seguiría creciendo la fuerza de otra emoción más compleja y completa, más humana y plena, que, además de sexo, se nutre de ternura, confianza, comprensión, necesidad de presencia en la vida, que ya no se concibe en soledad, con el hueco infinito de una ausencia que nos dejaría sin referencias ni motivos para seguir adelante, hacia esas lindes del horizonte que siempre atisbábamos juntos, desde aquel día de noviembre en que llovían las hojas sobre los besos que entonces aprendíamos a darnos, mientras la noche crecía, se borraba el horizonte y el mundo quedaba reducido al estrecho territorio del abrazo que habitábamos sobre el lecho amarillo del otoño.   
Y ahora que ya no estás, que tu recuerdo sólo es brisa triste, otoñal, memoria amarilla y nostalgia, evoco aquellos versos de Neruda prendidos en tu mirada, donde peleaban las llamas de crepúsculo, y las hojas caían en el agua de tu alma.
Francisco de Paz Tante
Imagen: El abrazo: Gustav Klimt




miércoles, 1 de noviembre de 2017

TE TRAIGO FLORES, Y PALABRAS

Hoy, como cada uno de noviembre, te traigo flores, y susurros con los que recuerdo tu existencia, murmullos que los demás creerán que son plegarias o rezos, y no estas palabras acalladas con las que pretendo evocar tu vida, y romper el silencio que brota de la tierra, del mármol frío que te cubre. 
Ayer fui al río, a recorrer otra vez los senderos de antes, por los que anduvimos juntos, ahora ya sólo intuidos bajo las hojas muertas de la lluvia amarilla otoñal.
Las hojas seguían cayendo mientras paseaba por la ribera. Sentí entonces esa melancolía contumaz, ya tan conocida, tan reiterada, con su gasa blanda impregnada de ti. Y volvieron los recuerdos de la textura de tus manos, de tus caricias, de tu abrazo; de tantas noches sintiendo tu aliento, respirándote. 
A pesar del paso del tiempo, y del inalterado frío de tu ausencia, aún mantengo viva la turgencia emocional que nos brotó durante aquellos años de los gozos del sexo y la pasión crecida del amor. Por eso me acordé de ti, de nosotros, cuando leí aquella novela crepuscular de Gabriel García Márquez en la que el protagonista aconsejaba a uno de los personajes que no se muriera sin haber probado el sexo con amor. 
Es la plenitud de esa experiencia, de esa pasión de la que hablaba el escritor, la que aún guardo en los abismos de la piel y la memoria. He mantenido su regusto y su recuerdo durante toda la vida, y más allá de la vida. Porque ahora, que ya estás bajo el mármol frío de esta lápida, aún me arde, en la anchura y la soledad de mi cama y mi existencia, aquella lumbre que encendimos juntos. Como me ardía durante tu enfermedad, cuando procuraba que mis caricias, rebosantes de ternura, te entibiaran el frío mortal que te crecía por dentro. Porque entonces, cuando la sombra de la enfermedad proliferaba, yo pretendía, con pasión e ingenuidad, dar calor y luz a la noche que ya te acechaba. Aunque no pude evitar que te fueras apagando como el final de un crepúsculo. 

Quizás ahora, en realidad, sólo seas tierra, polvo, nada; pero yo te mantengo viva. Por eso, como cada uno de noviembre, te traigo flores, y palabras, que los demás creerán que son plegarias o rezos, y no susurros, soplos de voz y aliento, para liberarte de la fría mudez de la tierra y del mármol, de la muerte, del olvido. 
Francisco de Paz Tante

viernes, 29 de septiembre de 2017

TODAS LAS LUCES DEL ATARDECER

Cuando a mi padre, antiguo funcionario del Protectorado marroquí, lo trasladaron a España, tuvimos que dejar Larache, donde había vivido durante aquellos primeros años de mi vida. Por eso, anegada de lágrimas, una tarde me despedí de Ridwan, con quien había compartido durante aquel tiempo paseos, emociones y descubrimientos junto al Atlántico; hasta que, al final, también acabamos compartiendo los besos, la misma tarde en que un retratista callejero nos hizo una fotografía, en el paseo marítimo, antes de alejarnos por la playa hacia donde crecían las dunas, la soledad y la intimidad. Fueron unos besos miedosos, al principio, estremecidos, mientras aprendíamos a indagar en los misterios de la piel y sus gozos. Besos salobres, con los labios impregnados por las brisas del océano, adentrándonos en el gusto crecido de las caricias, con la codicia de unas manos adolescentes, temblorosas y enfebrecidas.

viernes, 22 de septiembre de 2017

LOS RUMORES DEL AGUA


Ahora que ya no podremos sentir juntos las fragancias de los fresnos ni escuchar, cogidos de la mano, los rumores del agua, quiero aferrarme a los recuerdos de aquel paisaje que durante dos primaveras fue el escenario de una apasionada historia que aún palpita en esas láminas de la memoria donde guardamos los sueños rotos.
Fue muy rápido, una de esas enfermedades fulminantes, me dijeron cuando pregunté por él, después de aquella carta de despedida en la que me hablaba de su enfermedad, de su trabajo de escritor y de su último cuento, sobre los rumores del agua, para que lo recordara cuando volviera a los paisajes en que gozamos de nuestra efímera historia de amor.

viernes, 15 de septiembre de 2017

¿TE ACUERDAS, LAURA?

     
A pesar de esa tristeza que ya siempre viertes por los ojos, al llegar a la estación se te ha escapado una sonrisa, porque ya sabías que salíamos de viaje, en este autobús tan lujoso, tan distinto de aquel otro en que nos vinimos a Madrid los tres. ¡Qué jóvenes éramos entonces! ¡Y Miguel qué pequeñito! ¿Te acuerdas, Laura?
Cuando dejamos el pueblo, tú me decías que en Madrid sólo íbamos a estar unos años; hasta que Miguel saliera adelante, pues en realidad lo hacíamos por él, por su futuro. Y después, cuando tuviera su familia, y su trabajo, nosotros cogeríamos de nuevo un autobús de regreso a casa. Pero han pasado más de cuarenta años desde entonces y hasta ahora no lo hemos hecho, a pesar de que hace más de veinte que Miguel dejó de tener futuro. De eso sí te acuerdas, ¿verdad, Laura? 

sábado, 2 de septiembre de 2017

LOS BRILLOS DE UNA RISA MUDA



Corría aquella tarde una brisa tibia que traía adheridas fragancias de la montaña y transparencias de cristal. Al norte, la sierra de Guadarrama brillaba nítida, y bajo los árboles caía una lluvia amarilla que cubría las aceras de aquella urbanización con el oro viejo del otoño.
Y según pisaba las hojas muertas, me acordaba de África, y de Oumar, que vivió en la calle hasta que lo internamos en nuestro centro, creado para aliviar el sufrimiento de los huérfanos, abandonados a la intemperie, víctimas de la guerra y la hambruna, incesantes. Oumar tenía los ojos grandes, muy negros y grandes, con los que reía, sin el ruido de la risa. A veces yo le contaba historias graciosas, inverosímiles, de monos chillones y gacelas locas, y él entonces agrandaba la mirada con los brillos de una risa muda.

viernes, 25 de agosto de 2017

PROBARÁS EL VINO EN MIS LABIOS


Aquella tarde, cobijados en la cueva donde fermentaban el silencio y las uvas, probé, al fin, el aliento embriagador de su vino y sus besos.

Aprovechamos las primeras oscuridades para encontrarnos en la penumbra subterránea de las antorchas, en aquel refugio donde guardaban las uvas que fermentaban a escondidas. Fuera el cielo ya estaba crecido y la luna lo desteñía con jirones de plata. 

martes, 22 de agosto de 2017

MIENTRAS ATARDECÍA EN MADRID



Otra vez la tarde del domingo, con sus indolencias y nostalgias viejas, hoy crecidas al ver en un periódico la fotografía de una puesta de sol en el Templo de Debod, que me ha evocado un lejano día de mi juventud en Madrid. 

Aquel domingo ya atardecía cuando llegamos al templo egipcio. Habíamos bajado desde Callao, cogidos de la mano, como siempre en aquel tiempo, cuando el deseo reverberaba en la piel y las caricias brotaban incesantes. En algunas carteleras de los cines de la Gran Vía y en la Plaza de España, nos habíamos parado para aliviar la sed de besos que nos acuciaba, luego saciada en un banco junto a las piedras del templo, mientras en las aguas del estanque ya espejeaba el cielo rojo del atardecer. 
Aún me acuerdo de aquellos besos y de aquellos cielos, en una ciudad que, en mi memoria de entonces, mantiene el regusto de una canción de Sabina que hablaba de Madrid y un aroma a libertad recién estrenada, del que algunas noches sentíamos sus brisas en Malasaña, en la Plaza del 2 de Mayo y en “La Vía Láctea”, donde escuchamos por primera vez “Déjame” de Los Secretos, mientras nos hacíamos promesas de amor que, en la ingenuidad de aquellos albores de la juventud, siempre era eterno. 
Aunque fui a estudiar Geografía a la universidad, durante aquel tiempo, más que en la tierra, me fijaba en el cielo, que lo percibía mucho más alto y luminoso que el de la capital de mi provincia. Además, el horizonte, entonces extenso, rebosaba sueños y futuro.
Y ahora, después de casi cuarenta años, cuando aquel futuro y sus sueños ya están gastados, vividos o caducados, al ver hoy esta fotografía del templo de Debod, me acuerdo de aquel domingo en que nos sentamos junto a su estanque, para medirle con mis labios la sonrisa melancólica que ella entonces mostraba en los suyos, como si ya intuyera el final de aquella efímera historia de amor, mientras atardecía en el cielo de Madrid. 
Francisco de Paz Tante 

viernes, 11 de agosto de 2017

ROPA TENDIDA



El escarmiento, una vez más, sería contundente y despiadado. Las órdenes estaban dadas, y el avión ya volaba hacia el edificio donde se habían pertrechado los autores del ataque. La ciudad era un laberinto repleto de callejones, estrechuras y peligros. Por eso, una vez localizados los activistas, los misiles desde el cielo serían más seguros, precisos y letales.  
Y el general, desde el centro de mando, al observar en la pantalla la imagen ampliada del objetivo, enseguida se fijó en la ropa tendida que brillaba al sol de la azotea. Eran prendas de niños, aún mojadas, se percató entonces, estremecido, segundos antes de que la imagen se rompiera en un estallido de fuego. Después ya sólo vio llamas, humo y escombros. Cuando le informó al ministro, aún sentía el empuje de las lágrimas, mientras le decía que esta vez los daños colaterales habían sido pequeños.
Francisco de Paz Tante

martes, 8 de agosto de 2017

TIEMPO DE ALMENDRAS



Ahora rememoro aquel tiempo en que los almendros eran árboles emblemáticos, con sus flores aladas, sus maduraciones y trabajos, que acababan en los corrales, repletos de almendras secándose al sol, antes de que las mujeres y los muchachos las partiéramos con un hierro sobre una piedra, a la sombra de aquellas tardes infinitas del verano.

Las vareábamos en agosto, y luego las extendíamos en el corral, para que se secaran, se abrieran y mostraran el oro viejo de sus cáscaras al sol. Después las partíamos a golpes de hierro y piedra. 
Y el color y el olor de las cáscaras también estaba en la escuela. Allí, cuando soplaban los primeros fríos del invierno, alimentábamos la estufa con aquel combustible, almacenado en una habitación próxima al aula. 
Cuando se acababan las cáscaras y hacía frío, el maestro pedía un voluntario para que echara un cubo a la estufa. Era entonces cuando se levantaba Germán, salía de la clase y enseguida volvía con el cubo rebosante. 
Como en aquellos años aún no había llegado al pueblo el agua corriente ni el saneamiento, en los recreos hacíamos las necesidades arrimados a unas cambroneras crecidas en un campo próximo. Pero a veces, algunos, si les urgía, evacuaban, a escondidas, en cualquier sitio. Y un día, al final de un invierno muy frío, Germán regresó al aula con el cubo vacío. «Se han orinado en las cáscaras», le dijo al maestro. «Por eso, las pocas que quedan están mojadas. Si quiere, las echo a la estufa, pero ya sabe que así humean y atufan». 
En la fila de atrás, la de los réprobos, según la denominaba el maestro, con su pedagogía elemental, hubo conatos de risas, enseguida acalladas cuando el maestro cogió la vara y empezó a recorrer las costillas de aquellos alumnos de forma despiadada y sañuda; hasta que consideró que, con los varazos, la culpa de aquel acto atroz e intolerable quedaba expiada. 
«Las cáscaras son sagradas», nos gritó, aún encolerizado, con la vara enhiesta. Y quizás por eso, desde entonces, la contemplación de los almendros en flor, para mí, es un ritual más propio de emociones litúrgicas, del estremecimiento que pudiera provocar un prodigio bíblico, que la mera observación de la belleza que a veces brota de la naturaleza. 
Y ahora, cuando recorro los caminos, inalterados en la memoria desde aquella niñez a la intemperie, con esta luz crecida de agosto, mientras veo los almendros, ya rebosantes de frutos maduros, me acuerdo de aquellos años en que sus cáscaras nos calentaban durante los inviernos, y, antes, nos mostraban sus relumbres de oro viejo, tendidas al sol de mi infancia. 
Francisco de Paz Tante

EL RÍO

(Relato publicado por "El País", con el que obtuve uno de los premios convocados por este periódico, en "El Viajero")


La ribera rebosaba umbría y misterio. Con una cuerda, yo arrastraba la barca.

Surcábamos el Congo, y les advertía de los peligros que nos acechaban. Y ellos, que sólo tenían cinco y ocho años, me miraban con asombro.
Yo, que había leído a Conrad, buscaba a Kurtz entre los árboles.
Luego, con la barca ya en el maletero del coche, mientras nos alejábamos del Alberche, en sus ojos todavía palpitaban las emociones vividas. Y yo aún sentía el estremecimiento de aquel viaje al corazón de las tinieblas.”
Francisco de Paz Tante 



domingo, 16 de julio de 2017

EL BOLERO DE AQUEL VERANO




Cuando anochece y, al fin, se entibia el aire de este verano abrasador, a veces siento, de nuevo, un palpito de nostalgias viejas en los estratos de la memoria donde aún guardo las emociones de la adolescencia, después de tantos años, aún preservadas del óxido del tiempo y del olvido. Y rememoro entonces aquellos anocheceres de otros veranos en que las enredaderas del deseo nos crecían con fuera de selva virgen. 
En la evocación de aquellas noches aún persisten los aromas de las albercas, del agua acunando estrellas mientras nos bañábamos, ocultados y desnudos, en las huertas, que olían a hortalizas y a verduras, a sandías recién arrancadas, reventadas para comerlas a trozos a la luz de la luna. 

Eran aquellas noches de la adolescencia en que brotaban nuevas sensaciones a libertad, a plenitud, a presagios de vida nueva, imaginada, soñada, atisbada en horizontes aún extensos, en el futuro ancho que se percibe a los dieciséis años. 
Noches de verano en que oíamos los discos en las máquinas que instalaban entonces en los bares, en las terrazas, como en aquella de La Ría, debajo de las acacias, junto al cauce del arroyo, que al anochecer olía a tierra recién mojada, a agua turbia y a cigarros de tabaco negro. 
Y uno de los recuerdos más persistentes de aquellos albores del deseo es el de la noche en que alguien puso en la máquina de discos, donde sólo había boleros, Si tú me dices ven, interpretada por Los Panchos. Entonces ella, apenas conocida, recién incorporada al grupo de amigos porque aquel verano lo pasó en el pueblo, valiente y osada, se levantó de la mesa, y, sin hablarme siquiera, me cogió de la mano y me llevó debajo de una acacia, a la penumbra del final de la terraza, donde bailamos, bien agarrados, aquel bolero en que, por amor, se entrega la vida entera. 
Y después de más de treinta años, aún recuerdo la emoción de sentir en mi piel la tersura de sus pechos, y el roce de su pelo negro oliendo a champú y a humedad tibia. Así comenzó nuestro bolero de aquel verano. 
Luego, todas las noches, después de la cerveza en la terraza junto a los amigos y la música de máquina, nos íbamos a la alameda, ya solos, para profundizar en los besos que aprendimos a darnos bajo el rumor de las hojas. Y ahora, después de tantos años, evoco, de nuevo, aquella vez en que, tumbados bajo los árboles, sentí su cara sobre mi pecho, con emoción y temblor de amantes nuevos, mientras me susurraba el bolero que habíamos oído esa tarde en la máquina de discos, en la voz rota de Chavela Vargas: Piensa en mí. Y con sus manos me sujetó las mías, para que permaneciera quieto, sin que avanzaran las caricias, sólo escuchándola, y así se me quedara inoculada en la memoria y en la piel la letra de aquella canción.
Cuando ella volvió a Madrid, se nos acabó el bolero de aquel verano, del que ahora recuerdo su banda sonora en una máquina de discos, donde escuchamos aquella canción que me susurró una noche bajo las estrellas, como una premonición, cierta, de lo que sucedería después, durante más de treinta años: Piensa en mí. 
Francisco de Paz Tante 

viernes, 7 de julio de 2017

EN LA NOCHE CRECIDA



Insomne, se levanta, se asoma a la ventana y percibe el aroma a noche crecida de un viernes de julio, en el que evoca fragancias húmedas de saliva y besos, de deseo derramado. 

Y ahora, en la memoria de otras noches de verano, recupera los rumores de las caricias nuevas, en rincones oscuros de un parque, donde sólo se oían susurros de manos trémulas y de labios aún torpes, peces ciegos en la piel abisal, estremecida. 

Palpitan, de pronto, cicatrices de heridas viejas, muescas de la juventud ida, algunos zarpazos en el alma durante aquellas noches al arrimo de las simas negras en las que tantos cayeron, en plena juventud: jinetes intrépidos de jacas blancas, ingenuos, desbocados, al final atrapados en la telaraña de los excesos y los síndromes mortales. 
Asomado a la noche crecida, percibe también el soplo frío de soledades insomnes, en las que se oyen rumores, incesantes, de la radio, las únicas voces ajenas, escuchadas en la nívea inmensidad de las sábanas, con esa mirada marchita que, al final, siempre dejan las ilusiones gastadas, los anhelos caducados, los sueños ya siempre pendientes. 
Ve luces grandes, intensas, y otras, palpitantes, más pequeñas, como los fueguitos de los que habla Eduardo Galeano, que alumbran las vidas todavía despiertas en la noche crecida, y espantan las sombras al acecho, y reverberan, como soles chiquitos, en las miradas que encienden las pasiones y los sueños aún vigentes. 
Luego vuelve a la cama, otra vez, junto a ella, y la abraza, estremecido. No necesita ahora sentir el calor de sus manos, ni el brillo de sus ojos abiertos en la penumbra, ni la brisa del aliento que aviva la urgencia del deseo. Ahora sólo pretende que la penetre su abrazo, mientras se duerme en ella, bajo la noche crecida que palpita fuera, detrás de la ventana, y en la memoria, incesante. 
Francisco de Paz Tante

viernes, 16 de junio de 2017

BRISA DE SIRENA

Emerges del mar que alberga mi mirada, en su azul húmedo, abisal, insondable; en mis ojos ciegos, que te ven, bruñida por el sol y la arena, con una luz de atardecer, ya oxidada en el horizonte, donde confluyen el cielo y el agua.
Aunque son muchos los que se acercan a mí cuando recorro el paseo marítimo con mi bastón blanco y mis cupones de ciego, a ti te reconozco enseguida, por tu aroma a mar, a sal, a pelo húmedo. Sólo son unos segundos en los que percibo el soplo de la brisa de tu aliento, de tus palabras y de tu sonrisa abierta a la tarde tibia, mientras me das la moneda y siento el roce de tu piel, de tu mano, como la breve caricia de una ola que lame la playa.
Algún día te hablaré, para decirte que te asomes al mar de mis ojos ciegos, de donde surges cada tarde, cuando percibo tu aroma salobre, tu brisa de sirena recién emergida.

Francisco de Paz Tante

jueves, 15 de junio de 2017

VIAJES CRECIDOS

Por las tardes, me estremecen las caricias de su mirada, el hálito de su sonrisa tan próxima y su olor a ella. En las mañanas percibo su aroma más húmedo y excitante, en silencio, muy arrimados. Luego, al final del viaje, caminamos juntos hacia la puerta de salida, y allí nos decimos adiós. 
 Algunas tardes, cuando nos reencontramos, si estamos solos, para prolongar el viaje, yo pulso el botón del final, mientras siento la brisa de su sonrisa y los efluvios del deseo. Luego descendemos al tercero, en el que vivimos, ella en el A y yo en el C, donde volvemos a la aridez de nuestra vida cotidiana y real; ella junto a un marido empeñado en remover las cenizas de una pasión pretérita, ya arrasada por la rutina y el cansancio que provocan los baldíos intentos de reinventar los sueños gastados; y yo junto a una mujer infiel, harta de vivir entre los escombros del desamor. Los dos permanecen ajenos a nuestros breves viajes verticales, crecidos, en los que rebrotan las emociones de la seducción y de nuevas ilusiones, como recién estrenadas.

Francisco de Paz Tante 



viernes, 2 de junio de 2017

EL ARROYO




 Ella escucha el rumor del agua, el sonido de la ropa mojada, golpeada, sobre la restregadera, y el roce del jabón duro en la madera rugosa; y luego el chapoteo, el aclarado sobre el cauce rápido en ese tramo; con las manos agrietadas, endurecidas, devastadas por el escoplo de la intemperie, de las escarchas invernales en los olivares, y bajo las brasas del verano, espigando. Las manos mojadas, acorchadas, en el arroyo durante todo el año, con las que golpea la ropa, y el agua. 
Y, cuando oye los roces del cauce, se acuerda de él, de su risa y de sus carreras por la orilla, detrás del barco de juncos que ella misma le hacía, para que se entretuviera, mientras lavaba. 
Ahora, entre la ropa, ya no están sus pantalones, ni su camisita blanca. Sólo tenía una, que le planchaba los domingos, muy temprano, para que fuera con ella a misa. Porque, aunque ellos nunca iban, sabía que el maestro pasaba lista, y no quería que él fuera señalado. Por eso lo mandaba a la iglesia los domingos, bien arreglado, y limpio como los chorros del oro, decía. 
Se lo llevaron las fiebres, las de entonces, las de aquella posguerra. Dijeron que brotaron de una zona pantanosa de más arriba, donde el arroyo se estanca y el agua a veces se pudre. Pero ella sabía que en aquella infección estaban también la miseria y los piojos, el hambre y el miedo, anidando en las fiebres que mataron al hijo. 
Y ella ahora se acuerda de su camisita blanca de los domingos, mientras golpea el agua, con la ropa y los ojos de luto; ese luto que la viste y la invade, ya para siempre, mientras lava, a manotazos contra el arroyo, con rabia.


Francisco de Paz Tante
Foto: Dr. Cerdá y Rico. 

viernes, 19 de mayo de 2017

HOJAS MUERTAS



Ayer, mientras veía cómo ardía la leña en la lumbre, me acordé de Melecio y Decelia. Fueron los primeros que retraté en el apeadero, antes de que iniciaran su viaje definitivo a la ciudad. «Es por los hijos. Para que no tengan que andar arrastrados por el campo y siempre pendientes del cielo», me explicó Melecio, cuando cogimos el camino del apeadero, aún blanco de escarcha a esas horas de la mañana, con Decelia y los gemelos, que apenas sabían andar, y empujando una carreta llena de maletas. «Cuando nos instalemos, te escribiremos, para que sepas de nosotros», me dijo Melecio cuando los retraté, y yo me quedé pensando que cómo me iban a escribir, si ninguno de los dos sabía.

sábado, 13 de mayo de 2017

HUMO Y PIEL



Para Sumaiya, que ejerce en el prostíbulo más grande de Bangladesh, la vida ya solo es humo y piel. Pero, cuando cierra los ojos, se torna en cielo y sueños. Cielo alto, crecido, limpio. Y sueños de película, de la única que ha visto en los últimos años, una tarde en el cine de la ciudad, con Robert Redford, maduro, seductor, bajo el cielo de África. Luego, cuando abre los ojos, solo ve de nuevo la realidad del humo y de la piel, en el prostíbulo siempre turbio por el humo del tabaco, y con los olores que exhalan todas las demás pieles y todas las miserias que allí anidan y proliferan. Y tendrá que ejercer de nuevo, al menos otras diez veces, como cada día. Es lo obligado. Para evitar los castigos, y el hambre. Solo tiene dieciséis años, pero ya sabe que ese es su yugo y su destino: el humo y la piel. Su piel vendida para el disfrute de otras pieles, tersas o arrugadas. Con alientos ácidos, a veces, y salivas repulsivas. Manos ásperas, ganzúas en su intimidad aún de adolescente, desgarros que siguen doliendo. 
   Su piel no es suya, ni sus piernas, ni sus brazos, ni su sexo. Toda ella está en venta cada día, de continuo. Para cualquier hombre, joven o viejo, rico o pobre. Es barata. Pertenece al prostíbulo. Nació en él, sin que su madre supiera quién la engendró. Aquella madre también prostituta pobre, apenas conocida, enseguida arrasada por las infecciones, la miseria y la desgana por la vida. 
   Pero, cuando cierra los ojos, Sumaiya piensa en Robert Redford, maduro, curtido por la sabana, bajo un cielo crecido, en una película americana titulada Memorias de África, que vieron sus compañeras y ella, muy vigiladas, una tarde de domingo. Por eso, en los descansos, fuma y sueña con aquel actor, y fantasea que algún día quizás entre al prostíbulo algún hombre parecido, y se enamorará y se irá con él, para sentir cada día la brisa tibia de su aliento en una sonrisa abierta para ella, y un abrazo con ternura, y unas palabras de cariño, y un beso de buenas noches. 
   Luego, cuando abre la mirada a su realidad, siente otra vez el humo en los ojos, y unas manos, otras manos, en su piel de solo dieciséis años, ya tan hollada, penetrada por mil pieles extrañas, ajenas, brutales, en infinitos apareamientos ciegos, con la misma frialdad y desolación que ella ya siente en las entrañas, en su juventud aún recién estrenada, ya tan ajada. 
   Y en un descanso volverá a cerrar los ojos, para ver mejor a Robert Redford, al atardecer, seductor, bajo un cielo alto, limpio, muy azul; mientras oye la música, melancólica, emocionante, de la banda sonora de Memorias de África, y sueña con lo que nunca tendrá: la brisa tibia del aliento en una sonrisa amable abierta para ella, un abrazo con ternura, unas palabras de cariño, un beso de buenas noches. 

Francisco de Paz Tante

Fotografía de Sandra Hoyn

sábado, 6 de mayo de 2017

AURORA TRENZABA ESPARTO


Aurora trenzaba el esparto que sujetaba en su regazo, de uno en uno, como trenzaba los días y las soledades en la soga de su vida. Pensaba en Jacinto, mientras hacía la pleita, y sentía, de nuevo, la intuición de que su recuerdo, al final, sólo sería una contumaz nostalgia durante el resto de su vida. 
Ya habían llegado las cartas a las familias de Damián, Melquiades y Anselmo, en las que se les decía que, con valor, sus hijos habían dado la vida por la patria; aunque los padres, cuando el alguacil les leyó aquellas misivas oficiales, lo único que escucharon fue que ya sólo les quedaba el luto, negro, largo y denso, por los hijos muertos, de los que ni siquiera tendrían una sepultura en el camposanto donde murmurarles algún rezo, porque se quedaron allí, en un pudridero africano. 
 “Esa guerra es una carnicería. Los que tengan posibles, que procuren librar a los hijos. Porque los llevan como reses al matadero”, había escuchado Aurora explicar un día a Aurelio, que leía periódicos y presumía de estar al tanto de lo que acontecía en el mundo. Pero la familia de Jacinto no tenía posibles. Eran esparteros, como ella, y las sogas, esteras y espuertas no daban para pagar el dinero que costaba la libranza de aquel matadero del que hablaba Aurelio, al que se habían llevado a Jacinto, junto a Damián, Melquiades y Anselmo, porque salieron mal en el sorteo de quintos, y les tocó hacer la mili en África, en Marruecos. 
Y ella entonces intuía la contumaz nostalgia que le auguraban las noticias de aquella guerra a la que se habían llevado a su novio. Y se acordaba de la última vez que Jacinto le midió la sonrisa con sus labios, y le cerró los párpados a besos, y sintió sus manos indagando en la piel estremecida y en su intimidad preservada para él; mientras trenzaba esparto, como trenzaba los días en la soga de su vida. Aún tan joven, y ya tan vieja en sufrimientos y soledades intuidas.
Francisco de Paz Tante
(Fotografía: Dr. Cerdá y Rico)




domingo, 30 de abril de 2017

CON LA HOZ Y LA ZOCA


Hoy, día de los trabajadores, quiero acordarme de ellos. Aunque ya son historia, y olvido, yo quiero recordarlos, doblados sobre los trigales, con la hoz y la zoca –para proteger la mano izquierda cerrada sobre los tallos -, con el sombrero de paja que olía a un sudor antiguo, de antes, como de vieja estirpe adaptada al fragor de la intemperie. 
Yo los conocí, y sus sudores, y sus olores, aún permanecen, indelebles, en la memoria. Sus olores viejos, ancestrales; y los del botijo y el gazpacho, que aliviaban la sed y el cansancio; y el de las mulas que tiraban del carro, y luego del pedernal en la era, con su aroma a polvo de trilla, venteado al atardecer, cuando ellos ya guardaban la hoz y la zoca, y trataban de levantarse, de erguir sus columnas vertebrales, ya dobladas, curvadas con tantas siegas, bajo tantos soles. 
En el verano era la siega, y las fatigas en las vegas y en las huertas; y en invierno la varea de los olivos, y el arrastre y la carga de las mantas, las espuertas y los sacos rebosantes de aceitunas. Entonces prevalecían los aromas de la lumbre en el olivar, de las aceitunas machacadas en los caminos bajo las ruedas de los carros, y el olor intenso del aceite virgen que extraían en los días y las noches con el trajín incesante de las ruedas del molino. 
 Y, durante todo el año, estaban los demás afanes del campo y de la tierra, dependiendo de las estaciones, de sus aires y sus lluvias. 
A veces no había jornal, y ellos tenían que ir a la plaza, o a la taberna, a buscarlo. Entonces volvía el miedo a la necesidad y al hambre de los hijos, ya inoculado en sus memorias, aún vigente en aquellos años. Como también lo estaban el silencio y la resignación acallada, durante aquella interminable posguerra. Hasta que la modernidad los relegó a la trastienda de la historia, y diluyó su recuerdo junto al de aquel mundo rural con el que estaban enraizados. 
Por eso hoy, en el día de los trabajadores, quiero recordarlos. Porque están en mis genes y en mi memoria. Y porque sigo empeñado en preservarlos del olvido. 


Francisco de Paz Tante

LA LLUVIA DE ANTES


La lluvia, al fin, que raya, oblicua, el aire turbio, y moja la memoria; que me huele a campos de la infancia, a katiuskas de niño recién estrenadas, a pelo húmedo bajo un paraguas ofrecido al salir del instituto, con roces de manos y de caderas: incipientes estremecimientos del deseo bajo la lluvia tibia de la adolescencia. 
La lluvia ahora, de nuevo, que agrisa la luz y me muestra la vida en blanco y negro, los retratos ya amarillos, las nostalgias viejas, los amores pretéritos, los sueños gastados. 
Dejo el refugio de la casa y el cristal, y me asomo al cielo gris, a mojarme con la lluvia de antes, para sentir, con más intensidad, la emulsión del agua sobre los retratos de mi memoria vieja, donde aún está aquella imagen de un paraguas ofrecido al salir de clase, y la del roce de unas manos y de una falda mojada, mientras caminaba, estremecido, bajo aquella lluvia, ya tan lejana, de la adolescencia. 

viernes, 21 de abril de 2017

EN AQUEL OTOÑO INFINITO

Cuando veo las casas abandonadas, invadidas por la ruina, la lluvia y el olvido, recuerdo aquel día en que subimos a buscarte, padre, en el silencio de un otoño infinito.  
En las calles vacías, enseguida percibimos un impreciso olor a tristeza húmeda. Al principio, una lluvia fina mojaba el silencio, que parecía más espeso junto a las paredes que aún permanecían erguidas, allí donde ya había fermentado la soledad y proliferaban las ortigas; pero enseguida escampó, y entonces salió un sol amarillo que iluminó con su luz mortecina las piedras de las casas deshabitadas, por donde se asomaron algunas lagartijas que se quedaron muy quietas, como sorprendidas de nuestra presencia en aquel lugar. 
Según caminaba, pisando el empedrado ya florido de jaramagos y ortigas, iba observando las casas reventadas que aún persistían en su empeño por mantenerse en pie, resistiendo todavía los embates de la ruina, con su fragor de podredumbre y carcomas. 
    Quise entonces imaginarte recorriendo el pueblo por última vez, asomándote a las puertas y ventanas reventadas, ya bordadas de musgos y telarañas, mientras sentías la memoria herida de tus vecinos ausentes, algunos muertos, otros viviendo en la ciudad, donde se marcharon buscando un futuro que allí ya había caducado. Para que sus hijos no estuvieran, como habían estado ellos, siempre pendientes del cielo y de la intemperie, arrastrados por el campo, ateridos en invierno y abrasados bajo el sol de agosto.
Quizás, incluso, en alguna ocasión, en el delirio de la soledad, llamarías a las puertas desvencijadas de las casas vacías, a los fantasmas que ya sólo habitaban en tu memoria vieja: a tus amigos y vecinos de antes. Aunque tus voces sólo serían respondidas por negros aleteos que, batiendo el aire podrido, enseguida escaparían por cualquier boquete abierto en las paredes resquebrajadas.
Pero, a pesar de todo, quisiste resistir, y te negaste a abandonar tus paisajes, tus geografías emocionales. Ése era tu lugar en el mundo, y allí querías quedarte para preservarlo con vida. Como había hecho tu padre, y el padre de tu padre. Y de donde yo deserté. Por eso, en la que había sido mi casa, cuando tú ya no estuvieras, sabía que algún día sólo encontraría escombros y malvas, pájaros y bichos. 
Persistente y tozudo, mantuviste hasta el final tu negativa a abandonar el pueblo. Para no dejar a los muertos solos en el cementerio, me dijiste un día.
Sería al atardecer cuando te diste cuenta de que se te apagaba la luz y la vida. Era el final del crepúsculo. Te acostaste entonces, y te arrimaste el transistor, para aliviar, con el calor de aquellas únicas voces ajenas, el frío de la soledad.
Por eso, al entrar en tu alcoba, pudimos comprobar cómo el olor de la muerte se entreveraba en el aire con las noticias que informaban sobre el palpitar de la vida: las voces de la radio que alteraban el silencio ya definitivamente instalado en el pueblo.
Luego vimos que tenías entre las manos la caja de cartón donde guardabas los retratos de quienes nos fuimos marchando. La habías abierto, y las fotografías estaban revueltas, como si las hubieras revisado, repasado, tal vez incluso acariciado, antes de morirte solo, en aquel otoño infinito.
Francisco de Paz Tante



sábado, 15 de abril de 2017

DONDE LA NOCHE SE ADENSA


En estas noches de rituales fúnebres y emociones ancestrales, mostradas, con sobriedad castellana, por sus calles, nos gusta pasear por la ciudad vieja, y recorrer las calles más penumbrosas, deshabitadas, apenas transitadas, donde nunca llegan las recuas de turistas ni sus trajines gregarios, para adentrarnos, otra vez, en un paisaje urbano tan real, y tan onírico, como las geografías literarias que me empeño en describir. 
Y mientras buscamos penumbras, texturas en la pátina vieja de la ciudad, olores y rumores seculares, caminamos por los senderos del silencio, cuando la noche se adensa en las estrechuras de las calles vacías y en los edificios ya ajados por los siglos y el olvido. Son lugares apenas habitados, donde encuentran cobijo algunos desheredados, orillados de la vida y de la luz, sombras que a veces surgen en la noche crecida de los callejones, cobertizos y adarves; ocupas de casas resquebrajadas, habitantes de sótanos umbríos, de refugios agrietados donde ya han fermentado la soledad y el abandono. Sombras mimetizadas en el paisaje de la herrumbre y la carcoma. Miradas de humedad y bermellón que aún resisten a la devastación incesante que las acecha.

Y en este paseo por el corazón del laberinto urbano, cuando sentimos cómo el silencio y la noche reverberan en las calles más recónditas y vacías, a veces sentimos el estremecimiento que nos provocan todas las presencias y las sombras que palpitan en esta ciudad mágica y vieja. 
 Francisco de Paz Tante 

MÚSICA DE CINE


Fue en los años de mi infancia cuando me convencí de que las bandas sonoras que escuchaba en el cine de mi pueblo se podían sacar de las películas para ponérselas a las vidas de la gente que yo conocía. 

Por eso, cuando murió mi abuelo, que había sufrido encarcelamientos y persecuciones, mientras recordaba su vida, me empeñé en tocar con la guitarra la música de "Papillón", la estremecedora melodía que Jerry Goldsmith había escrito para aquella película de cárcel y confinamiento tan bella y desoladora. 

sábado, 1 de abril de 2017

BALADA

Señora marquesa:
Quiero empezar el cuento de mi vida diciéndole que a mí me echaron al mundo con la guerra recién encendida, cuando ya andaban por estos pueblos matándose unos a otros como alimañas. Y, entre los que murieron en aquellos días de tanta sangre, estaba mi padre. Por eso mi madre se tuvo que echar a la calle durante los años que vinieron después, cuando el hambre acechaba, y en las casas de los pobres no había más conversación ni pensamiento que el de la comida o el de su ausencia. Ella se dedicó entonces a pedir a las vecinas, o en otras casas donde había sobras y ganas de compartirlas. Buscaba también peladuras de naranjas o de patatas. Y, por las noches, andaba junto a las huertas y los corrales, a ver si conseguía un puñado de algarrobas o un repollo. De ahí su apodo: la Antona. Porque decían que andaba por el pueblo como ese cerdo suelto que iba de casa en casa para que lo alimentaran entre todos, según la tradición, en honor de San Antón.  

sábado, 25 de marzo de 2017

ELLA ESCRIBÍA NOVELAS DE AMOR


Ya nos habíamos acostumbrado a encontrarnos, a sentirnos parte del paisaje, del río, del bosque, siempre callados, siguiéndonos con la vista, estremecidos a veces con los brillos húmedos de las miradas. 

sábado, 18 de marzo de 2017

EL REGALO


Algunas noches siente su presencia al borde de la cama. Otra vez. Como antes. Y siente de nuevo el roce de su mano, su caricia en el pelo, algún beso. A veces le cuenta cómo fue el gol que metió en el último partido, al que lo acompañó mamá, porque a él no le tocaba, no era su sábado alterno. Luego, al despertar, persiste la realidad de la separación, de su ausencia, en la casa y en su vida. 

Esta noche también ha sentido, otra vez, el cobijo de su mano, su mano grande, mientras caminan y le cuenta, de nuevo, cómo fue el último gol del sábado alterno en que él no estaba. En la mesilla está el regalo que tiene preparado para el día del padre: un dibujo con su sueño. 
Francisco de Paz Tante

viernes, 17 de marzo de 2017

CAZADOR DE HADAS

          
En aquella escuela, que, en la memoria, aún huele a madera de pupitre, a leche fría de recreos y a cáscaras de almendras ardiendo en la estufa durante los inviernos, Marcial sólo aprendió a dibujar su firma y a balbucear las letras.
Cuando el frío se adentraba por las ventanas desvencijadas, el maestro pedía un voluntario para que llenara un cubo de cáscaras y lo echara a la estufa. Y Marcial enseguida levantaba, muy tieso, el dedo.

viernes, 10 de marzo de 2017

ESE SILENCIO

Llámalo tú, Gregorio. Hazme el favor de llamarlo al móvil otra vez, que no responde, y están diciendo por la radio que se han producido unas explosiones en varios trenes. Aunque a estas horas son muchos los que circulan, y no tiene por qué haber sido precisamente en el que iba él. Mucha casualidad sería ésa, ¿verdad, Gregorio?

martes, 28 de febrero de 2017

GALGOS


Te los puedes encontrar estos días por los caminos, por las carreteras o por los campos. Vagabundos, desnortados, asustados. Ya no corren, sólo caminan, despacio. Quizás te miren, y entonces podrás ver cómo vierten por sus ojos una desolación infinita. Luego seguirán andando, hacia ningún sitio. Por el día y por la noche, entre la negrura que supura un cielo frío y crecido, aún de invierno. 

sábado, 18 de febrero de 2017

EN SU CABALLITO DE OLAS


El niño llegó. Al final, llegó a la playa, con sus ojos de agua abiertos a la luz fría del amanecer. Su madre, no. Según contó un superviviente, ella se hundió, y se quedó enredada entre las algas y los corales, en las geografías, sumergidas, del mar. Pero el niño, pequeño, liviano, flotó sobre las olas, empujadas por las brisas del sur y el aliento de África. Y llegó a su destino, a una playa de Cádiz, al amanecer. Por eso lo envolví enseguida en la manta amarilla, para protegerlo del frío de la madrugada. Luego apareció el juez, el forense, más policías y la ambulancia, que se lo llevó, silenciosa. Y, cuando me quedé solo, fijo en las olas que habían traído al niño, lloré. De pena y rabia.

Y ahora, todos los domingos llevo flores a un nicho sin nombre, sólo con la inscripción de un número y una fecha, en la que arribó a la playa el niño que lo habita, en su caballito de olas, navegando hacia su destino, empeñado en llegar a donde decía su madre, viuda de una guerra incesante, que había libertad y comida. Y llegó con sus ojos repletos de agua, muy abiertos a la luz fría del amanecer.

Francisco de Paz Tante 

domingo, 5 de febrero de 2017

LA BIBLIOTECA AMBULANTE


Durante aquellos años transitaba con la biblioteca rodante por unos pueblos ya despojados de gente y de futuro, ahora abandonados bajo la hojarasca de un otoño definitivo.
  Y de quien más me acuerdo, cuando rememoro mis viajes con la biblioteca nómada, por aquella geografía de la desolación, es de un viejo que siempre me esperaba sentado junto a la caseta de la parada del autobús, ya en desuso y podrida.