domingo, 30 de abril de 2017

CON LA HOZ Y LA ZOCA


Hoy, día de los trabajadores, quiero acordarme de ellos. Aunque ya son historia, y olvido, yo quiero recordarlos, doblados sobre los trigales, con la hoz y la zoca –para proteger la mano izquierda cerrada sobre los tallos -, con el sombrero de paja que olía a un sudor antiguo, de antes, como de vieja estirpe adaptada al fragor de la intemperie. 
Yo los conocí, y sus sudores, y sus olores, aún permanecen, indelebles, en la memoria. Sus olores viejos, ancestrales; y los del botijo y el gazpacho, que aliviaban la sed y el cansancio; y el de las mulas que tiraban del carro, y luego del pedernal en la era, con su aroma a polvo de trilla, venteado al atardecer, cuando ellos ya guardaban la hoz y la zoca, y trataban de levantarse, de erguir sus columnas vertebrales, ya dobladas, curvadas con tantas siegas, bajo tantos soles. 
En el verano era la siega, y las fatigas en las vegas y en las huertas; y en invierno la varea de los olivos, y el arrastre y la carga de las mantas, las espuertas y los sacos rebosantes de aceitunas. Entonces prevalecían los aromas de la lumbre en el olivar, de las aceitunas machacadas en los caminos bajo las ruedas de los carros, y el olor intenso del aceite virgen que extraían en los días y las noches con el trajín incesante de las ruedas del molino. 
 Y, durante todo el año, estaban los demás afanes del campo y de la tierra, dependiendo de las estaciones, de sus aires y sus lluvias. 
A veces no había jornal, y ellos tenían que ir a la plaza, o a la taberna, a buscarlo. Entonces volvía el miedo a la necesidad y al hambre de los hijos, ya inoculado en sus memorias, aún vigente en aquellos años. Como también lo estaban el silencio y la resignación acallada, durante aquella interminable posguerra. Hasta que la modernidad los relegó a la trastienda de la historia, y diluyó su recuerdo junto al de aquel mundo rural con el que estaban enraizados. 
Por eso hoy, en el día de los trabajadores, quiero recordarlos. Porque están en mis genes y en mi memoria. Y porque sigo empeñado en preservarlos del olvido. 


Francisco de Paz Tante

LA LLUVIA DE ANTES


La lluvia, al fin, que raya, oblicua, el aire turbio, y moja la memoria; que me huele a campos de la infancia, a katiuskas de niño recién estrenadas, a pelo húmedo bajo un paraguas ofrecido al salir del instituto, con roces de manos y de caderas: incipientes estremecimientos del deseo bajo la lluvia tibia de la adolescencia. 
La lluvia ahora, de nuevo, que agrisa la luz y me muestra la vida en blanco y negro, los retratos ya amarillos, las nostalgias viejas, los amores pretéritos, los sueños gastados. 
Dejo el refugio de la casa y el cristal, y me asomo al cielo gris, a mojarme con la lluvia de antes, para sentir, con más intensidad, la emulsión del agua sobre los retratos de mi memoria vieja, donde aún está aquella imagen de un paraguas ofrecido al salir de clase, y la del roce de unas manos y de una falda mojada, mientras caminaba, estremecido, bajo aquella lluvia, ya tan lejana, de la adolescencia. 

viernes, 21 de abril de 2017

EN AQUEL OTOÑO INFINITO

Cuando veo las casas abandonadas, invadidas por la ruina, la lluvia y el olvido, recuerdo aquel día en que subimos a buscarte, padre, en el silencio de un otoño infinito.  
En las calles vacías, enseguida percibimos un impreciso olor a tristeza húmeda. Al principio, una lluvia fina mojaba el silencio, que parecía más espeso junto a las paredes que aún permanecían erguidas, allí donde ya había fermentado la soledad y proliferaban las ortigas; pero enseguida escampó, y entonces salió un sol amarillo que iluminó con su luz mortecina las piedras de las casas deshabitadas, por donde se asomaron algunas lagartijas que se quedaron muy quietas, como sorprendidas de nuestra presencia en aquel lugar. 
Según caminaba, pisando el empedrado ya florido de jaramagos y ortigas, iba observando las casas reventadas que aún persistían en su empeño por mantenerse en pie, resistiendo todavía los embates de la ruina, con su fragor de podredumbre y carcomas. 
    Quise entonces imaginarte recorriendo el pueblo por última vez, asomándote a las puertas y ventanas reventadas, ya bordadas de musgos y telarañas, mientras sentías la memoria herida de tus vecinos ausentes, algunos muertos, otros viviendo en la ciudad, donde se marcharon buscando un futuro que allí ya había caducado. Para que sus hijos no estuvieran, como habían estado ellos, siempre pendientes del cielo y de la intemperie, arrastrados por el campo, ateridos en invierno y abrasados bajo el sol de agosto.
Quizás, incluso, en alguna ocasión, en el delirio de la soledad, llamarías a las puertas desvencijadas de las casas vacías, a los fantasmas que ya sólo habitaban en tu memoria vieja: a tus amigos y vecinos de antes. Aunque tus voces sólo serían respondidas por negros aleteos que, batiendo el aire podrido, enseguida escaparían por cualquier boquete abierto en las paredes resquebrajadas.
Pero, a pesar de todo, quisiste resistir, y te negaste a abandonar tus paisajes, tus geografías emocionales. Ése era tu lugar en el mundo, y allí querías quedarte para preservarlo con vida. Como había hecho tu padre, y el padre de tu padre. Y de donde yo deserté. Por eso, en la que había sido mi casa, cuando tú ya no estuvieras, sabía que algún día sólo encontraría escombros y malvas, pájaros y bichos. 
Persistente y tozudo, mantuviste hasta el final tu negativa a abandonar el pueblo. Para no dejar a los muertos solos en el cementerio, me dijiste un día.
Sería al atardecer cuando te diste cuenta de que se te apagaba la luz y la vida. Era el final del crepúsculo. Te acostaste entonces, y te arrimaste el transistor, para aliviar, con el calor de aquellas únicas voces ajenas, el frío de la soledad.
Por eso, al entrar en tu alcoba, pudimos comprobar cómo el olor de la muerte se entreveraba en el aire con las noticias que informaban sobre el palpitar de la vida: las voces de la radio que alteraban el silencio ya definitivamente instalado en el pueblo.
Luego vimos que tenías entre las manos la caja de cartón donde guardabas los retratos de quienes nos fuimos marchando. La habías abierto, y las fotografías estaban revueltas, como si las hubieras revisado, repasado, tal vez incluso acariciado, antes de morirte solo, en aquel otoño infinito.
Francisco de Paz Tante



sábado, 15 de abril de 2017

DONDE LA NOCHE SE ADENSA


En estas noches de rituales fúnebres y emociones ancestrales, mostradas, con sobriedad castellana, por sus calles, nos gusta pasear por la ciudad vieja, y recorrer las calles más penumbrosas, deshabitadas, apenas transitadas, donde nunca llegan las recuas de turistas ni sus trajines gregarios, para adentrarnos, otra vez, en un paisaje urbano tan real, y tan onírico, como las geografías literarias que me empeño en describir. 
Y mientras buscamos penumbras, texturas en la pátina vieja de la ciudad, olores y rumores seculares, caminamos por los senderos del silencio, cuando la noche se adensa en las estrechuras de las calles vacías y en los edificios ya ajados por los siglos y el olvido. Son lugares apenas habitados, donde encuentran cobijo algunos desheredados, orillados de la vida y de la luz, sombras que a veces surgen en la noche crecida de los callejones, cobertizos y adarves; ocupas de casas resquebrajadas, habitantes de sótanos umbríos, de refugios agrietados donde ya han fermentado la soledad y el abandono. Sombras mimetizadas en el paisaje de la herrumbre y la carcoma. Miradas de humedad y bermellón que aún resisten a la devastación incesante que las acecha.

Y en este paseo por el corazón del laberinto urbano, cuando sentimos cómo el silencio y la noche reverberan en las calles más recónditas y vacías, a veces sentimos el estremecimiento que nos provocan todas las presencias y las sombras que palpitan en esta ciudad mágica y vieja. 
 Francisco de Paz Tante 

MÚSICA DE CINE


Fue en los años de mi infancia cuando me convencí de que las bandas sonoras que escuchaba en el cine de mi pueblo se podían sacar de las películas para ponérselas a las vidas de la gente que yo conocía. 

Por eso, cuando murió mi abuelo, que había sufrido encarcelamientos y persecuciones, mientras recordaba su vida, me empeñé en tocar con la guitarra la música de "Papillón", la estremecedora melodía que Jerry Goldsmith había escrito para aquella película de cárcel y confinamiento tan bella y desoladora. 

sábado, 1 de abril de 2017

BALADA

Señora marquesa:
Quiero empezar el cuento de mi vida diciéndole que a mí me echaron al mundo con la guerra recién encendida, cuando ya andaban por estos pueblos matándose unos a otros como alimañas. Y, entre los que murieron en aquellos días de tanta sangre, estaba mi padre. Por eso mi madre se tuvo que echar a la calle durante los años que vinieron después, cuando el hambre acechaba, y en las casas de los pobres no había más conversación ni pensamiento que el de la comida o el de su ausencia. Ella se dedicó entonces a pedir a las vecinas, o en otras casas donde había sobras y ganas de compartirlas. Buscaba también peladuras de naranjas o de patatas. Y, por las noches, andaba junto a las huertas y los corrales, a ver si conseguía un puñado de algarrobas o un repollo. De ahí su apodo: la Antona. Porque decían que andaba por el pueblo como ese cerdo suelto que iba de casa en casa para que lo alimentaran entre todos, según la tradición, en honor de San Antón.